Primer capítulo
La Fundación Roberto por el Buen Camino celebraba su aniversario. Veinte años de arduo, pero gratificante trabajo. Por primera vez hacían una fiesta. La idea fue de Luis Carlos, apoyada por Enrique.
María Cristina y la directiva de la fundación eligieron a Mami para que pronunciara el discurso de fondo. Merecida distinción, porque en esos años ella logró capacitarse. Primero, terminó el bachillerato y después obtuvo el título de Trabajadora Social.
Mami, desde el podio, ofreció su mejor sonrisa a María Cristina, la persona que le cambiara la suerte a su familia. Ella se la devolvió, con francas muestras de admiración hacia esa mujer humilde que luchó sin descanso para sacar a sus hijos de la miseria. El cambio en Mami resultaba de una diferencia abismal, al transformarse de vulgar y vestida con harapos, a una dama distinguida y elegante.
María Cristina recordó el día en que Mami le pidió que la enseñara a caminar como una dama elegante y glamorosa. No cabía la menor duda: logró superarse en todos los aspectos. A ella le encantaban los retos; siempre decía: “Si alguien lo puede hacer, yo también puedo… o moriré en el intento”.
En primera fila se hallaba el ministro de Seguridad Pública, y a su lado Jaime, el hijo menor de Mami, sin duda el preferido de su madre. Graduado de médico, terminó su internado en el Hospital San Jorge, y ya se preparaba en la especialidad de neurocirugía. Era ahijado de María Cristina y de Gustavo Álvarez, el esposo de Irma, y se sentaba al lado de ambos. A poca distancia se acomodaban Irma, Luis Carlos, Lili, y los otros hijos de Mami.
La oradora de la fecha desdobló el papel en que llevaba sus palabras, miró a Jaime y volvió a sonreír. Se le notaba el nerviosismo.
—Buenas noches, en primera instancia deseo darle las gracias a una mujer maravillosa que cambió mi vida, la de mis hijos y la de muchos jóvenes en riesgo social. Gracias, María Cristina, tú has sido la hermana que Dios me envió cuando ya no me quedaban esperanzas. Trabajaste en equipo con tu hijo, Luis Carlos, tu esposo Enrique, tu hermana Irma, su esposo, el Dr. Gustavo Álvarez y todos los demás colaboradores de la fundación…
Un ruido desde el fondo del salón interrumpió la disertación. Todos los presentes voltearon la vista hacia la entrada. Un hombre, pistola en mano, irrumpió y de inmediato comenzó a disparar hacia donde se encontraba Mami, impactándole por lo menos dos veces, sobre el tórax.
Los escoltas del ministro saltaron sobre el hombre, lo sujetaron contra el piso y pudieron desarmarlo, luego de un violento forcejeo en el que también participó Boliqueso, quien fue el primero que logró inmovilizar al pistolero, con una llave de lucha al cuello.
En medio de la lucha, el arma quedó a los pies de Jaime, quien la recogió y la alzó en dirección al hombre, en momentos en que era esposado. María Cristina se dirigió a él con un grito:
— ¡No, Jaime!
— ¿También vas a defender a este maleante? —vociferó Jaime.
Mientras eso ocurría, el Dr. Gustavo Álvarez examinaba a la mujer tendida sobre su propia sangre:
— ¡Tiene pulso! ¡Llamen a una ambulancia!
Bajo la presión de las palabras de María Cristina, Jaime cedió el arma a los escoltas, pero fue hasta el delincuente y le propinó un puñetazo en pleno rostro con todas sus fuerzas. El golpe fue tan violento que la cabeza del hombre acabó estrellándose contra la pared.
— ¡Basta! Acompaña a Mami al hospital, después hablamos —le ordenó María Cristina.
Jaime, sin responder, se acerca a su madre. El Dr. Gustavo Álvarez le advierte.
—Mami es fuerte, no te angusties, se recuperará.
El sonido del ulular de la ambulancia se unió al de varios autos policiales que se aproximan a la Fundación Roberto por el Buen Camino. El ministro de Seguridad y sus escoltas conducen al detenido hasta uno de las patrullas. Antes de partir el ministro le indicó a Jaime que debía acompañarlos, porque se le podían levantar cargos por la acción tomada con el arma y por la agresión al detenido, pero María Cristina se interpuso.
—Jaime es médico. Su lugar está ahora mismo junto a su madre en la ambulancia. Eso no puede esperar, lo que usted pretende sí.
—La acción que tomó califica como delito, y se agrava por haberlo cometido frente a la autoridad que manejaba el caso.
—A Jaime le mataron a su hermano mayor cuando apenas era un niño y ahora, cuando todo era alegría, hieren de muerte a su madre.
El ministro miró de un lado a otro y asintió. Enseguida les dijo a sus escoltas.
—Yo no vi nada, el doctor recogió el arma y nos la entregó. Las heridas que tiene el detenido fueron causadas por su resistencia al arresto. Es mi versión, ¿alguien tiene objeciones?
Ninguno de los escoltas emitió palabra. En ese momento arribaron al lugar, junto a la ambulancia, varios periodistas, cámaras y teléfonos en mano, listos para dar cuenta del suceso.
Las primeras fotos fueron para María Cristina, inclinada sobre la camilla a la que era sujetada Mami, procurando darle aliento:
—Tú eres una guerrera, no te dejes abatir, yo no podría sola. Has sido mi soporte en los momentos en que flaqueaba, Recuerda que cuando mataron a Tuti, tú fuiste capaz de sacarme de esa depresión que me impedía seguir adelante. No te vayas, quédate conmigo, te necesito, amiga.
Mientras los paramédicos atendían a la víctima, Jaime procuraba mantener a raya a los fotógrafos. Entre los flashes de las cámaras y los intentos de los medios de comunicación por obtener una reacción de su parte, pensó por un momento que era triste que se diluyera de tal manera la intención con la que se decidió celebrar el aniversario número veinte de la Fundación Roberto por el Buen Camino. Querían dar fe de su éxito, de sus logros.
María Cristina se acerca al delincuente esposado, quien maldice y vocifera obscenidades mientras es subido al auto policial. Ella le pregunta la razón para semejante crimen.
—Doña, no es personal, fue un encargo. Me pagaron buena plata, ah.
— ¿De veras? ¿Quién te contrató?
—Eso no es de ahí, se lo digo y soy hombre muerto.
—No entiendo, ¿por qué Mami?
—No sé, pero saque conclusiones: hijo y madre muertos, ah, como que se completa la cuenta, ¿sí o qué?
—Ustedes son basura inmunda, ¡ella es una gran mujer!
A María Cristina se le saltaron las lágrimas y se le olvidaron sus promesas de tratar a los delincuentes con dignidad. Es que no soportaba que ese tipo destruyera los logros que después de muchos años, alcanzó Mami. De inmediato se arrepintió, pues recordó que con esos mismos términos insultó a Tuti en una ocasión, hasta que se dio cuenta de que el chico no era una basura, sino que vivía en la basura. Se acercó un poco más al delincuente y le dijo:
—Ahora te recuerdo, fuiste dos o tres veces a las reuniones de la fundación.
—Buena memoria, mi doña.
— ¿Por qué razón no continuaste?
—Rehabilitarse es duro y yo no quería hacer ningún esfuerzo. Soy un maleante desde los ocho años y esa es la vida que me tocó. Moriré siendo un malandrín.
—Si creen que con este acto van a desmotivarnos, quiero que sepan que no me retiraré y trabajaré en la fundación hasta el último respiro.
—Esa es su decisión, mi doña, y se le respeta.
—Tú no respetas la vida, vas a respetar mi decisión.
—Ya le dije que era un encargo.
— ¿Y si te encargan matarme, lo harías?
—Ofi, lo único es que sería más caro.
María Cristina respiró profundo para tranquilizarse y dijo:
—Me encargaré de presentar cargos tan firmes que te encarcelarán por muchos años.
—Recuerde, mi doña, que soy menor, no serán tantos, y cuando salga— el delincuente puso cara de maldad suprema — ¡Pum, pum!
Frente a las cámaras y a los micrófonos de los medios de comunicación más importantes del país, cuyos reporteros abarrotaban la Fundación Roberto por el Buen Camino, María Cristina pronunció estas palabras, con la valentía que siempre la caracterizaba:
—Este iba a ser una celebración por los veinte años de la fundación, etapa en la que hemos alcanzado importantes logros en materia de rescate y resocialización de niños y jóvenes en riesgo. Sin dudas, esos logros afectaron los intereses de un sector, y a eso se debe el criminal atentado sufrido por Mami. Quiero que sepan los delincuentes que ordenaron este crimen, que trabajaré hasta el último aliento por los principios de la fundación Roberto por el Buen Camino, para que cada vez sean menos los muchachos que caigan bajo el engaño de sus malvadas promesas. Y sí, me podrán matar, pero nunca intimidarán a esta organización, ni mucho menos doblegarán el propósito por el que surgió hace veinte años.
Irma y su hijo se acercaron; y Luis Carlos, en voz baja le recomendó:
—Madre, no los desafíes, son gente peligrosa.
— ¡Yo lo soy más! –respondió María Cristina— ¡No lo dudes! Ellos nos combaten con el crimen y nosotros lo hacemos tendiendo la mano, dando oportunidades, creando espacios en los que su maldad no reine. Ese es el gran poder que Dios nos otorga y estoy segura de que triunfaremos. La historia demuestra que siempre el bien vence sobre el mal.
El rostro de María Cristina reflejaba convicción, pero también una inmensa tristeza. En ese momento llegó Enrique, ya enterado por los medios de la noticia del atentado, aunque sin saber con certeza la identidad de la persona herida; temía que hubiese sido su esposa, por lo que sintió gran alivio al verla dando declaraciones, aunque se alarmó mucho al enterarse de los otros detalles.
Enrique vivía con el temor de que su esposa sufriera un atentado en cualquier momento, puesto que mediante la gestión exitosa de la Fundación Roberto por el Buen Camino se lograba sacar cada vez a más jóvenes de las pandillas, desmotivando a nuevos integrantes. Cuando él expresaba sus temores, siempre recibía la misma respuesta: “Dios nos cuida”.
El intensivista que recibió a Mami en el cuarto de urgencias del Hospital San Jorge. Fue compañero de Enrique en la Facultad de Medicina. Después de estabilizar sus signos vitales, la paciente fue conducida al quirófano. La cirugía duró cuatro horas, durante las cuales María Cristina e Irma rezaban en una esquina de la sala de espera. El Dr. Gustavo Álvarez y Enrique conversaban con Jaime, intentando tranquilizarlo.
Cuando el médico salió para hablar con los familiares, María Cristina fue la primera en acercarse, pero Jaime se le adelantó:
—El único familiar presente soy yo.
Enrique, que hasta el momento mantenía la calma, le reclamó:
— ¿Qué te sucede? Todos somos una familia en la fundación.
—Si no es por ella, ese maleante hubiera recibido su merecido —y mientras hablaba, señalaba a María Cristina.
—Ahora estarías detenido, serías tan homicida como él —afirmó la mujer.
El intensivista, que no comprendía la discusión, se acercó a Enrique:
—Soportó la cirugía, y eso es lo importante; aunque está débil, sobrevivirá.
— ¿Lo puede garantizar? —preguntó Jaime.
—Tengo entendido que eres médico y sabes que todo depende de su reacción en las siguientes setenta y dos horas.
Para María Cristina esas setenta y dos horas se convirtieron en años. Mami no recobraba el conocimiento y los doctores no se explicaban la causa, pues la sedación a la que la indujeron fue solo por unas horas. Los hijos se sentían desesperados. La cirugía fue exitosa, no obstante, la paciente no reaccionaba. ¿Era posible que se hubiese rendido?
María Cristina solicitó al médico permiso para verla:
—Tengo que hablarle, sé que me escuchará.
—Lo dudo, está en coma — dijo el cirujano.
—No se pierde nada, por favor, permítame hablarle.
El Dr. Alonso guardó silencio. Enrique intervino:
—Creo que el estado de coma no es profundo. Más bien es el llamado estado de cautiverio, cuando la paciente no reacciona debido a su parálisis, pero puede pensar y escuchar… Además, en estas últimas horas se ha movido varias veces.
A pesar de que Jaime se oponía, Pedro hizo respetar su derecho de hijo mayor y le dijo que no fuera infantil, que estaba haciendo las mismas rabietas que cuando tenía seis años. Se acercó al médico y pidió que autorizara a la señora María Cristina para que hablara con su madre.
El Dr. Alonso permitió que ella entrara a la unidad de cuidados intensivos. Luego se inclinó sobre el oído de la paciente y le dijo:
—No nos retiraremos. Hay mucho trabajo por hacer, te necesito. Debes recuperarte, tus hijos están desesperados. Jaime es el que más me preocupa. Hay tanto odio en su mirada que me recuerda a Tuti cuando lo visité por primera vez en prisión. Despierta, no podemos permitir que tu hijo camine por los senderos de la venganza y solo tú lo puedes evitar.
Mami no movió uno solo de sus músculos, el rostro inexpresivo, los ojos cerrados, pero lo que más impresionaba a María Cristina era su palidez casi cadavérica. De repente, la paciente cerró el puño y María Cristina dijo en voz alta.
—Me escuchaste, amiga, sé que lo hiciste.
Dos enfermeras se acercaron a María Cristina y le solicitaron que guardara silencio. El Dr. Alonso al observar su comportamiento, le pidió que saliera.
—Mire, tiene el puño cerrado.
—Esa es una reacción involuntaria —dijo el Dr. Alonso.
—No, mi amiga, me escuchó. ¿Verdad, Mami?
El Dr. Alonso, fastidiado, toma a María Cristina por un brazo para sacarla de la unidad de cuidado intensivo. Ella se resiste.
—No dejes que me saque, ¡abre los ojos!
El Dr. Alonso comprende la desesperación de la mujer, pero no puede permitir esa conducta.
—Señora, no me haga llamar a seguridad.
María Cristina estalló en sollozos. En ese momento observaron que Mami tenía los ojos abiertos.
Cuando Miguel llegó a la unidad de cuidados intensivos, la enfermera le dijo que debía esperar, pues solo se permitía una visita por paciente. No obstante, escuchó enseguida los comentarios de que la mujer abrió los ojos. Se acercó a la puerta y vio cómo el médico intentaba sacar a María Cristina, empujándola. Miguel entró y se colocó entre ambos:
—Observe a la paciente, tiene los ojos abiertos —dijo María Cristina.
—Ya le expliqué que es una reacción involuntaria.
Enfrascados en la discusión no vieron que Miguel se acercaba a la cama y observa a la paciente, ya sin los aparatos que tanto le impresionaron en su primera visita; toma una de las manos de su amiga entre las suyas y dice:
—Demuéstrales a todos que tus movimientos no son involuntarios.
Mami fija su mirada en él, esboza una dolorida sonrisa y habla:
—Miguel, ¿qué me pasó?
El médico intensivista se volteó, sorprendido.
— ¿Se da cuenta, doctor? ¡Ella reaccionó! Estoy tratando de decírselo —señala María Cristina.
El doctor se acercó y revisó a la paciente, que parecía haber despertado de un largo sueño. Luego agregó que hay casos aislados en los que el organismo parece desconectarse para darle descanso a todas las funciones; pero que de todos modos, por el bien de ella, no la fatigaran; que ordenaría una dieta líquida y que intentara mantenerse despierta unas horas.
En ese momento entró Jaime; María Cristina y Miguel salieron. A pesar de su estado, Mami notó los deseos de venganza reflejados en el rostro de su hijo; inclusive percibió que no saludó a María Cristina.
—Hijo, ¿qué te pasa?, no saludaste a tu madrina.
— ¿Mi madrina?
—Sí, a María Cristina.
—Ella siempre se pone del lado de los criminales. ¿Puedes creer que se interpuso cuando le iba a dar su merecido al hombre que te disparó?
—Es algo que le agradeceré eternamente. Si lo hacías, ahora estarías en la cárcel.
El intensivista se les acercó:
—Jaime, no alteres a tu madre. Su estado todavía es delicado.
—Okay, ya me voy.
Jaime se fue sin despedirse. Afuera lo esperaba María Cristina. Él trató de ignorarla por segunda vez; sin embargo, ella se le interpuso.
— ¿Por qué razón estás disgustado conmigo? No entiendo.
— ¿Cómo vas a entender, si tú solo comprendes a los maleantes? No solo los entiendes, sino que los proteges.
—No sabes lo que dices, pero te comprendo. Hace veinte años, yo sentí el mismo odio que tú sientes. Incluso, planeé asesinar a toda tu familia.
Jaime se detuvo, miró a la mujer como si no la conociera; deseaba irse, pero esa información era fuerte, desconocida y él deseaba saber.
María Cristina bajó el tono de su voz e inició el relato.
—Cuando Tuti mató a Susana y dejó paralítico a Luis Carlos, contraté a tres sicarios para exterminar a tu familia. Tu hermano me confesó que los amaba y yo quería vengarme en lo que más le doliera. Cuando llegué a tu casa tenía el firme propósito de matar a sus ocho hermanos y a tu madre. Pero tú saliste a orinar sobre la basura, desnudo e indefenso. Solo tenías seis años. Mi estupor fue tan grande que le grité a los sicarios que detuvieran la acción. Tú, mi querido Jaime, me salvaste de ser una asesina, por eso eres mi preferido. Tu inocencia rescató mi humanidad eclipsada por el odio que sentía hacia tu hermano. El miedo de comprobar que nada me diferenciaba de Tuti y de la pandilla fue una gran lección para mí y comprendí que, en situaciones extremas, todos podemos cometer un crimen y creer que hacemos justicia.
Hizo una pausa, esperando que Jaime asimilara la información. Él impávido escuchaba sin dar crédito a lo que su madrina le decía. Ella continuó, hablando con voz suave.
—Sí, Jaime, todos en determinadas circunstancias nos podemos convertir en asesinos. Por esa razón, nunca le debemos abrir la puerta al odio, sino expulsarlo de nuestro corazón antes de que sea demasiado tarde. En esa situación límite me hice una promesa: ayudaría a los hermanos de Tuti para que no fueran delincuentes, los sacaría de ese infierno, aunque tuviera que enfrentarme a Lucifer. Cuando se lo dije a Luis Carlos, él me apoyó, Irma tuvo sus reservas, pero después se unió a nuestra misión. Tú fuiste la inspiración para la Fundación Roberto por el Buen Camino y Tuti nos bendice.
Jaime no daba crédito a lo que escuchaba, con las piernas paralizadas por la impresión, contemplaba a la mujer que hacía retornar tantos recuerdos a su mente con nitidez impresionante. La primera vez que ella llegó con comida a su casa, Tuti pagaba su condena. Su madre, borracha en la cama, se levantó a rastras y “la señora bonita”, como él la llamaba, llenó su casa de cajetas de comida. Les duró para más de un mes. Después todos los meses, Antonio les llevaba comida, hasta que Tuti salió de prisión y la situación económica cambió.
¿Cómo podía ser tan ciego para no darse cuenta de que detrás de la generosidad de María Cristina existía una historia de arrepentimiento? Recordó la desconfianza de su madre cuando ella le llevó la comida. Pero el hambre fue más fuerte y a medida que pasaron los días, se convenció de que la señora ricachona, como ella la llamaba, tenía buenas intenciones.
Jaime dio dos pasos hacia María Cristina y la abrazó.
—Perdóname, madrina, he sido un idiota y un desagradecido. Todo lo que he alcanzado te lo debo a ti y a tu familia. También has ayudado a mi madre y a mis hermanos. Perdí la cabeza. Pensé que Mami se moría y me volví loco.
—Tranquilo, te comprendo, porque pasé por lo mismo. Tú me salvaste de caer en el crimen y ahora lo hago yo. Estamos a mano. ¿No es así?
Jaime besó a María Cristina y la volvió a abrazar tan fuerte que ella se quejó.
—Cuidado me rompes una costilla —dijo mientras sonreía.
Miguel venía de la cafetería con café y empanadas para María Cristina, cuando vio la escena se extrañó del cambio de Jaime. Este le explicó lo que le contó su madrina y continuó reprochándole a ella no haberle recordado los sentimientos que provocaron el cambio de actitud hacia ellos, los familiares de Tuti.
María Cristina le explicó que el bien se hace sin anunciarlo y que ese fue un proceso de conversión que ella guardaba celosamente en su corazón y que hasta ahora no llegaba el momento de compartirlo.
Miguel se mantenía a cierta distancia y sin pronunciar una sola palabra. Entonces, su amiga dijo:
—El café te lo acepto, las empanadas no, porque estoy a dieta.
— ¡Dieta! Si estás más flaca que una escoba —dijo Miguel.
—No es por sobrepeso, es por mi salud.
Miguel le ofreció a Jaime las empanadas y él se las llevó a la boca de inmediato.
—Tengo casi cuatro días que no ingiero alimentos.
—Te invito a cenar —expresó María Cristina.
— ¿Y a mí, no me invitas? —dijo Miguel.
—No, te toca cuidar a Mami.
Cuando María Cristina conoció a Jaime, Mami no lo había matriculado en la escuela y tampoco tenía el control de las vacunas. Ella le consiguió cupo en una escuela cercana. Habló con un pediatra amigo para que se encargara de vacunar a todos los hijos de Mami menores de doce años.
Jaime resultó ser un alumno sobresaliente, el orgullo de su madre. En primaria ganó su primera beca, en secundaria obtuvo el primer lugar de su graduación junto a una beca del IFARHU. En el examen de ingreso a la facultad de Medicina sacó la máxima calificación. Mantuvo un desempeño sobresaliente en la carrera de Medicina y en su respectivo internado.
En su graduación, como obtuvo el primer puesto, le tocó pronunciar el discurso de fondo. Se lo dedicó a su hermano Roberto y relató la historia de Tuti. Los presentes se conmovieron cuando al finalizar él afirmó que su triunfo se lo debía a dos mujeres extraordinarias, su madre y su madrina. Les pidió que se pusieran de pie y ambas lo hicieron.
Jaime no tenía novia, aseguraba que se casaría solo cuando terminara su carrera, pues no deseaba obstáculos para alcanzar sus metas. La vida de los médicos es de mucho sacrificio y sobre todo en los primeros años de estudio. Después, vino el internado y solo dormía tres horas diarias, pues en ocasiones hacía un turno tras otro. En esas circunstancias no podría atender a una esposa e hijos. Cada etapa tiene su tiempo específico, afirmaba.
Jaime concursó para una beca de especialización en neurocirugía en China. Días antes del atentado, compartió con su madre en una cena otra buena noticia: a pesar de que esa beca era beneficiosa, le había llegado una mejor oferta. Sonriendo, su madre le dijo.
—Así es la vida. Cuando haces las cosas bien, surgen oportunidades.
— ¿Recuerdas que cuando concursé para el John Hopkins Hospital, te dije que lo hacía por no dejar, que era difícil que saliera? Tu respuesta la recuerdo perfectamente. Me dijiste: Seamos realistas, pidamos lo imposible.
Jaime observó que su madre cerraba los ojos para dormitar y se quedó con la luz en el rosto y una sonrisa en los labios. Se acercó para ver si dormía. Ella abrió los ojos.
—No creas que, porque eres médico, no me vas a arreglar el fregador. Esas tareas te obligarán a ser humilde y a no olvidar cuando fuimos pobres.
—Lo que necesites, solo pídelo, querida mamá.
Los días libres Jaime ayudaba en las reparaciones de la casa. Él se reía de sus ocurrencias. Su madre era una mujer divertida y las adversidades no habían logrado quitarle la alegría de vivir.
Juan Carlos Tapia